Sobre el mar
Siempre fui un ignorante de lo femenino, de aquello que piensan, sienten y expresan las mujeres. Al principio me había parecido poca cosa, apenas una mina más, una de las tantas (tontas) que debería conocer en el curso.
Ana; se llamaba Ana y tenía la extraña virtud de sostener la mirada cuando le hablaban.
Acostumbrado a ignorar a mis compañeras, la tal Ana fue una novedad en mi vida.
Decidí observarla, como quien se acerca con un microscopio a un mundo desconocido.
Ana era muy distinta, tenía una insólita virtud, desaparecía delante de todos los que la rodeaban, podrían ser cientos de personas o una, pero ella pasaba desapercibida, se escondía entre los decorados circunstanciales, o se mimetizaba con el paisaje. Podrían estar sentados a su lado, rodeada de individuos y era capaz de intercambiar saludos o alguna palabra o hasta un beso con una compañera. Guardaba silencio, y en segundos, trasmutaba a otra esfera atemporal.
Comencé a tomar referencias para ubicar el momento exacto, o el gesto que hacía para despegar de la realidad visual y evaporarse. Una tarde, en que la observaba de reojo, cruzó conmigo una mirada cómplice, quizás descubriendo mis pensamientos, y me mostró una parte de su secreto. Noté que aspiraba aire, inflaba su vientre, como cuando respira un bebé, luego retenía, para después exhalar con mucha calma y a un ritmo sostenido. La tercera vez que lo hizo, noté que algo se quebró entre nosotros, y ella ya no estaba, había desaparecido, se había evaporado en mis propias narices y yo mirando, atónito. Sólo su perfume, una fragancia floral muy tenue, un dulzor que alegraba mi alma, me envolvía. Recordé al flaco Spinetta:
“Ana juega con hadas,
tal vez mañana despierte
sobre el mar”.
Recién ahí comprendí su juego. Descubrí, en el brillo de sus ojos, las olas del mar que golpeaban contra la costa y vi nubes sobre un cielo celeste y profundos amaneceres diáfanos. Ana podía, a su antojo, hacerse invisible.
Desde ese día, llegaba temprano al curso, trataba de cruzármela en los pasillos, en los recreos, o me quedaba hasta última hora, pero siempre había una sutil muralla que nos separaba.
Fue entonces que la seguí. Llegué hasta la parada del colectivo, donde esperaba al suyo y antes de que pudiera acercarme y hablarle, sin darme cuenta siquiera, desapareció. Perdido, sin esperanzas, subí al mismo colectivo en que acostumbraba viajar, pedí un boleto y me senté en el fondo, junto a la ventanilla que daba a la calle. Viajé toda la noche. Por la mañana, subiendo por una escarpada avenida, vi, con mis propios ojos, que estaba frente a la costa, en una ciudad lejana y desconocida.
Las calles comenzaron a poblarse de personas que iban a su trabajo. El sol calentaba, amigable, propicio. En mis manos, un par de libros, un cuaderno de notas y mi lápiz Faber Castell HB. Entonces fue cuando la sentí a Ana muy presente en mi interior. Me acomodé, lo mejor posible, en un banco de la plaza principal y escribí:
“Yo también,
miré la gran ciudad,
desperté sobre el mar, el mar”.
Luego, respiré profundo y retuve el aire en mis pulmones. Estaba tan feliz, tan liviano como la brisa marina. Me sentía una gaviota planeando sobre las olas. Y desaparecí.