Fortunas
La niña fijó los ojos en la cifra que tenía frente a sí. Tomó aire, miró hacia adelante, parada muy derecha ante el micrófono y, con voz clara y argentina, leyó el premio mayor de la Lotería de Navidad. Los aplausos brotaron espontáneos en el salón y llenaron sus ojos de lágrimas, gesto que dio un toque tierno al evento y que no pasó desapercibido para los periodistas presentes. Cegada por los reflectores de la televisión, las filmadoras, y entre la maraña de cables y micrófonos de los noteros, pensó que su fotografía recorrería el país entero. Su imagen estaría en los vespertinos, noticieros y, seguramente mañana, en todas las tapas de diarios y revistas del país y en sitios de internet. Solicitada por la prensa, debió repetir el ritual, cantando el premio más importante del año. Se regodeó en cada uno de los números y su voz resonó en cientos de hogares, y otra vez, los aplausos, la turbación en sus mejillas, la mirada angelical fija en la cámara que la subyugaba, el abrazo con sus compañeros y la última foto, para recuerdo de todo el equipo, que había participado de un día memorable. Inmediatamente, se supo la dirección de la agencia vendedora y la certeza de un solo ganador, ahora multimillonario. —Ojalá sea un hombre generoso, se dijo esperanzada.
Después de que los apretones de manos y besos de los concurrentes al acto, se fueron apagando, como las cámaras, ella seguía de pie, en medio de la sala. Cada uno, volvió a sus quehaceres de la manera más rápida posible. En ese momento, notó que habían bajado la potencia de las luces en el gran salón. Se reunió con su madre, que la esperaba con el bolso preparado, donde guardó, envueltos prolijamente, los zapatos nuevos, el moño rojo y el saco (que tendrían que devolver al otro día). Bajando las escalinatas, se sorprendieron por la escasa cantidad de gente que había en las calles. Ocho minutos más tarde, llegó el ómnibus de la línea veintitrés y lograron subir; pidieron boletos de uno con veinticinco.
Se acomodaron entre los que volvían de sus trabajos y viajaban, codo a codo, rumbo a los suburbios, tal vez, soñando ellos también, con ser dueños de los millones de la danza de la fortuna. Pero nadie la reconoció. Entonces, recién entonces, se sintió realmente extenuada; un larguísimo día para sus jóvenes doce años. Cuando pudieron sentarse, a mitad del recorrido, acomodó su cabeza en el regazo de su madre, cerró los ojos y soñó…
Soñó que su hermano mayor estaba de vuelta, en su casa, esperando para abrazarla y decirle cuánto la quería. Su hermana Julia, sin novios, y preparando una gran mesa llena de platos y copas. Andresito, el menor, recién levantado y afinando su guitarra en un rincón del patio. Al que no encontró, en un principio, fue a su padre, hasta que sintió sus fuertes manos, envolviéndola en un largo abrazo, con sonoro beso incluido. Contra su costumbre, estaba prolijamente vestido, afeitado y olía a perfume. La mesa, preparada como para una fiesta de cumpleaños; había copas relucientes, servilletas de papel con ribetes dorados, platos con saladitos, empanadas de copetín, emparedados de jamón y queso y una variedad de combinaciones entre lo dulce y salado, que no conocía. Las sillas, acomodadas alrededor de la mesa, eran todas de un mismo juego. Le sorprendió que no hubiera botellas de vino, o de cerveza. Ante la diligente mirada de su madre, todos se sentaron y comenzaron a comer, sin apuro, sin discusiones, ni escándalos, ni gritos. Como si tuviesen toda una eternidad para hacerlo, bajo un cielo de estrellas que brillaban, en la afortunada noche de sus sueños.